Los sindicatos dicen ser organizaciones preocupadas por promover los intereses de los trabajadores. Limpiándola de retórica marxista, no es
una afirmación necesariamente inverosímil: los trabajadores tienen en
algunos casos intereses comunes cuya promoción puede ser delegada a un
agente especializado (los sindicatos). Por ejemplo, dentro de una misma
empresa, los empleados pueden coaligarse para mejorar marginalmente sus
condiciones laborales o para influir en cómo se materializan algunos de
los derechos contractualmente pactados con el empresario (calendario
laboral, forma y disposición del comedor, turnos de descansos, etc.).
Sin embargo, para impulsar este tipo de mejoras pegadas a la
problemática particular de cada equipo de trabajo —y no a ninguna irreal
“clase social”— no hace falta recurrir a megacorporaciones sindicales
del estilo de UGT y CCOO: basta con representantes especializados e
independientes que en algunos casos incluso podrían extraerse del propio
equipo de trabajo al que se está representando. El motivo de que
existen megaburocracias sindicales como las anteriores tiene bastante
poco que ver con la defensa de los trabajadores y mucho más con la
necesidad de adquirir influencia frente a los políticos para cazar
privilegios del Estado. Ante la casta gobernante, no es lo mismo una
central sindical que representa eficazmente a unas pocas decenas de
trabajadores que otra que cuenta con tutela torpemente a centenares de
miles de empleados: cuanta más la cantidad que la calidad.
Los grandes sindicatos españoles, pues, se han convertido en lo que
la literatura económica denomina “cazadores de rentas” (rent-seekers):
su auténtico propósito para existir no es la representación de los
trabajadores (ésa es su excusa instrumental) sino la captura de
prebendas regulatorias y monetarias del Estado con las que alimentar a
su propia burocracia interna. Y, de momento, llevan más de tres décadas
cumpliendo muy bien sus auténticos objetivos: por eso, los
grandes sindicatos españoles no sólo disfrutan de escandalosas ventajas
dentro de la legislación laboral española frente al resto de
representantes minoritarios de los trabajadores, sino también de muy
sustanciales ayudas económicas que se articulan no ya mediante
subvenciones directas sino a través de pagos estatales por servicios que
supuestamente prestan a los trabajadores (como los cursos de formación a
parados).
Justamente, las habituales corruptelas sindicales que se gestan
alrededor de ese enorme volumen de fondos nos permiten ilustrar cómo los
sindicatos han mutado de representantes laborales a meros cazadores de
rentas ajenas. La última, esa presunta manipulación de los gastos de los
cursos de formación por parte de UGT Andalucía para incrementar su
parasitismo al presupuesto andaluz. La treta era sencilla: me
auto-arriendo mis locales para justificar un gasto adicional en los
cursos de formación a parados, logrando así que la Junta de Andalucía me
resarza ese gasto ficticio con una mayor cantidad de dinero. Un dinero
que, recordemos, procede de impuestos pagados coactivamente por
los trabajadores y cuya finalidad era prestar un servicio a
trabajadores parados que jamás llegó a prestarse. Un fraude para
enriquecerse a costa de los mismos obreros a los que
propagandísticamente dicen defender.
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